La historia de la vida de King Kong
por Jim Harmon (y II)
(Publicado en España en la revista Relatos Salvajes nº1, Monsters of the Movies, Ediciones Vértice, Barcelona, 1974. La edición original corresponde a Marvel Comics Group y Magazine Management C. Inc., 1973)
Ann Darrow despertó gritando.
Lo había hecho varias veces desde que Kong se la había llevado a su propio mundo. Primero, había tenido lugar una lucha con un gran animal prehistórico, y después otra.
Ann Darrow despertó gritando.
Lo había hecho varias veces desde que Kong se la había llevado a su propio mundo. Primero, había tenido lugar una lucha con un gran animal prehistórico, y después otra.
Fue todo un día de trabajo para Kong. Ann se había desvanecido varias veces, y había vuelto a despertar, reluctantemente, a los horrores de la realidad.
Ahora estaba en la cueva de Kong, su cubil, en lo alto de un acantilado vertical. Nada les molestaba. Kong empezó a examinar su nuevo juguete más cuidadosamente. La novelización de King Kong por Delos V. Lovelace, describe la escena.
Kong la cogió. Con otra mano le cogió el vestido, y la ropa se rompió entre los enormes dedos del mono. Quedó al descubierto más blancura. Kong tocó la suave revelación. Tiró de nuevo del destrozado vestido. Después, cogiendo fuertemente a Ann, se puso a arrancarle la ropa, con la mista torpeza con que un chimpancé puede desvestir a una muñeca. Cada pieza quedaba suelta en sus manos, la excitación del mono aumentaba, tratando de encontrar algún tipo de conexión entre el frágil tejido y la blancura expuesta.
***
Desde un saliente más abajo, Jack Driscoll observaba impotente, pero tratando con determinación de trepar por el acantilado para realizar un intento casi suicida de salvar a la chica.
El examen de Kong de su curiosa cautiva fue interrumpido por un enorme reptil volador que se lanzó en picado, con sus alas parecidas a las de un murciélago. Era el espantoso pterodáctilo. El reptil había elegido a Ann como bocado alimenticio, y levantó a la muchacha —ahora casi loca de terror— cogida con sus garras, cuando el animal-dios de la Isla del Cráneo eligió interferir.
Las manos de King Kong se cerraron sobre el monstruo depredador y lo hicieron pedazos, como un chiquillo podría desmenuzar una hoja de papel en un momento de mal humor.
La distracción permitió a Jack Driscoll subir por encima del borde acantilado y correr hacia Ann.
—¡Jack! ¡He estado rogando y rogando, y tú no has venido! —jadeó Ann.
—Ahora estoy aquí, Ann.
—¡Jack, no dejes que me vuelva a tocar!
Fue necesario arrojarse al río de abajo y correr locamente hacia la gran muralla antes de que Driscoll y Ann encontraran a Carl Denham, quien valientemente trataba de organizar otra partida de voluntarios de la tripulación del barco, para efectuar un nuevo intento de salvar a Ann.
Todo el mundo fue feliz al ver el regreso de Ann sana y salva. Pero esto no fue bastante para el hosco y determinado Denham. Él sabía que Kong no se quedaría tranquilo en su refugio, sino que iría de nuevo a la gran muralla.
—Tenemos algo que él quiere —declaró.
El cineasta no tenía la intención de utilizar a Ann como cebo. La quería segura a bordo del barco, pero sabía que el recuerdo de la Bella bastaría para atraer a la Bestia a terreno descubierto —donde el monarca de la prehistoria caería víctima de la ciencia moderna, las bombas de gas que Denham había llevado consigo.
Denham podía también haber escrito el guión. Kong volvió, destrozando las puertas de la gran muralla, dispersando a los impotente nativos y siguiendo al grupo de civilizados hasta la playa.
Denham se encaró con la gigantesca criatura y le arrojó bobas de gas. Una acertó plenamente a Kong en el pecho. No pudo escapar a la nube de vapor que le aturdió y le hizo tambalearse... Kong cayó sobre una rodilla y alargó una mano en busca de Ann, la cual se apretaba desesperadamente contra Driscoll, en busca de protección.
Con un suspiro, King Kong se dejó caer sobre la arena de la playa, y se quedó allí inmóvil.
—¡Lo tenemos! —gritó Denham, con un delirio de triunfo—. Mandad a algunos de la tripulación. Decidles que cojan cadenas de ancla y herramientas. Lo encadenaremos, y construiremos una balsa para llevarlo a remolque...
—Ninguna cadena aguantará... esto —dijo el capitán, hoscamente.
—Le daremos algo más que cadenas. Siempre ha sido un rey en su mundo. Tiene algo que aprender... ¡miedo! Esto lo aguantará, si no lo aguanta las cadenas.
Denham se volvió hacia los inseguros marineros de la tripulación.
—¿No lo comprendéis? ¡Tenemos la cosa más grande del mundo! Hay un millón de negocio en este asunto, y lo compartiré con vosotros. ¡Escuchad! Dentro de unos meses lo tendremos en Broadway como King Kong, la octava maravilla del mundo.
***
Ann Darrow volvió en sí con un suspiro.
Los terribles acontecimientos de la Isla del Cráneo parecían muy distantes. Habían efectuado el largo viaje de regreso a los estados Unidos. Noches de luna con Jack... y en una de ellas, él le había pedido que se casaran. Luego, había habido la gran noche de Carl Denham —la presentación de viviente King Kong al asombrado público de un teatro de Broadway. Ann y Jack habían tenido que ir —era lo menos que podían hacer por el señor Denham. Y para él era importante.
Kong había estado allí, pero dominado, encadenado y convertido en un rey humillado. Había posado para los fotógrafos, con Jack rodándola con un brazo. Los flashes habían relampagueado furiosamente, y luego ocurrió algo imposible, horrible... ¡Kong estaba en libertad!
Esto hizo que el público escapara enloquecido de pánico, que destrozara cuanto se oponía su salida, y que corriese por las calles de Nueva York. Hubo choque de coches y gente que gritaba.
Jack había acompañado a Ann a su hotel. Pero entonces, ocurrió algo... algo... Ann trató de recordar.
Y soltó un grito.
Volvía a estar en la Isla del Cráneo. ¡Kong la tenía otra vez! Pero... no era la Isla del Cráneo. Muy abajo, estaban las calles de Nueva York. Muy abajo, mucho. Estaba... en el Empire State Building. Kong la tenía cogida en su enorme garra, y trepaba a lo alto del más alto de los edificios del mundo. ¿Y qué era lo que tenía tan furioso al mono? ¡Aviones!
¡SEÑORAS, POR FAVOR, QUÍTENSE LOS SOMBREROS!
No, esto es la llamada adecuada. He aquí la que yo quiero:
¡AVISO ESPECIAL!
Sí, había aviones que iban hacia Kong. Biplanos primitivos, que parecían encontrarse en la Primera Guerra Mundial. ¿Pero quiénes manejaban aquellos aviones? Unos desconocidos. “Pilotos militares del aeródromo Roosevelt”. ¿Pero quiénes eran en realidad? Alguien ha dicho que Merian C. Cooper, productor de la película, va en la cabina del primero de los aviones. Pero esto queda fuera del argumento de la película. ¿Quiénes iban en los aviones?, volvemos a preguntar.
¿Sería razonable que una gran figura como King Kong fuese abatido por un piloto anónimo? Para mí, no lo sería. No lo puedo demostrar, pero sé quién debió ser el jefe de aquella escuadrilla. Sólo un hombre lo podía haber hecho.
Durante la Primera Guerra Mundial, se le había conocido sólo como G-8. Junto con sus Pájaros Batalladores, G-8 había combatido muchas amenazas, algunas casi tan grandes como King Kong. Un hombre que puede combatir a una horda de murciélagos gigantes, puede combatir a un mono gigante con más facilidad que los faltos de experiencia. G-8 había añadido “4” a su nombre, en honor de cuatro camaradas derribados. Era ahora Doce o, más específicamente, Medianoche —el Capitán Medianoche—. (Corría el malicioso rumor de que a ese hombre le había dado por llevar capa y abatir a gente en la oscuridad de la noche, pero esto eran sólo rumores. Él siempre había actuado a la luz del día. No se escondía en las sombras como una araña). De modo que fueron el Capitán Medianoche y los hombres que volaban con él los que atacaron a King Kong. Eran hombres buenos —Jack Martin, Jimmie Allen, Tommy Tompkins—, algunos de ellos jóvenes, pero con la pericia y el valor de aviadores natos. ¡Sus menudos biplanos se lanzaron al combate contra el monstruo más poderoso que el mundo había conocido jamás!
CARRETE FINAL
Kong dejó a Ann en un saliente de lo alto del edificio. La dejó para enfrentarse mejor con el ataque de las pequeñas cosa que le amenazaban, aunque representaban para él mayor peligro que el lagarto alado de su propio mundo. Los amenazó con el puño.
El primer avión descendió en un picado lateral. Pareció que colgaba suspendido en el tiempo y el espacio durante un segundo, y después sus ametralladoras dispararon las primera ráfagas. Kong se frotó el pecho, sorprendido por la picazón.
En aquel momento, Jack Driscoll salió a la torre por una puerta y se dispuso a llevar a Ann a lugar seguro.
Otros aviones se lanzaron contra Kong, disparando diminutas balas contra la maciza figura. No les salió bien del todo. Con un barrido de sus poderosas manos, Kong envió a la llameante destrucción a uno de los molestos insectos que le estaban fastidiando.
Pero se acercaron otros, disparando... y Kong sintió que su enorme fuerza disminuía.
Se volvió entonces hacia Ann. Quería cogerla una vez más, tenerla en la mano... Se volvió de nuevo hacia los aviones y gritó un desafío, pero le interrumpió la tos. Alargó la mano para coger a la muchacha, pero no la pudo alcanzar, ni siquiera ver...
El Rey cayó. La bestia-dios de la Isla del Cráneo quedó tendida, hecha una ruina, en las calles de Nueva York.
Denham y un sargento de la policía se abrieron paso a través de la multitud, y se quedaron contemplando al destrozado monstruo.
—Los aviones han acabado con él —dijo el policía.
—No —replicó Denham—. No han sido los aviones. Ha sido que la Bella ha matado a la Bestia.
-Fin-
5 comentarios:
Veo que has sacado un hueco para actualizar uno de tus blogs... Ejem.
¿Para cuando su primera entrada?
Veo que lo único que cambió fue su perfil, Señorita Marieclaire.
Pero que ya he actualizado, odo ya.
aplausos por las dos partes de kimg kong
te felicito desde argentina
Muchas garcias Juan. Si te gustó esta entrada te recomiendo las dos últimas, si te van las pelis de gorilas gigantes. Espero verlo por este blog, ya que en breve publicaré un par de articulos dedicado al mundo de King Kong.
Un saludo.
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